Capa de barniz

En fin de semana parece que las actividades se multiplican. Hay que hacer la compra, pasar el aspirador, lavar el coche, ir al cine y hablar con los amigos. Pero en fines de semana estivales todo esto desaparece. Porque, ¿quién no tiene una casa de campo, de montaña, de playa a la que huir? La nuestra es de montaña y prestada, pero no por eso deja de ser veraniega y nuestra. Y lo que más me gusta de ella es que ha vivido tanto…

En nuestra casa de montaña hay una buhardilla donde se acumulan cientos y cientos de objetos. Baúles, percheros, cabezales de madera, cajas, libros, sillas, lámparas rotas… Os podéis imaginar que ese y no otro ha sido siempre mi espacio. Todos los niños tienen un santuario. Ese era Mi Santurario. Sí. Con mayúsculas. Con siete años me abrumaba su inmensidad. Me asustaban las telas blancas que protegían los muebles y la ventana que el molesto paso del  tiempo, saliéndose como siempre con la suya, había conseguido atrancar. Pero allá que me escondía.

Desde hace unos meses hay un objeto más en la buhardilla. No sé quién la subió, pero puedo imaginarlo. No sé por qué la subió, pero puedo imaginarlo. Creo que veces el dolor nos hace guardar cosas. No necesitamos volver a verlas porque el recuerdo ya es suficientemente poderoso.

Cuando me armé de valor, descubrí esa sábana y voilà! Una mecedora. En esa mecedora mi madre me ha dormido, me ha hecho reír, me ha calmado. A mi abuelo le encantaba.  Nos mecía en sus rodillas cuando éramos pequeños y nos poníamos nerviosos. Y era el sitio fvorito de mi abuelo. Quién sabe si Su Santuario. A veces me sorprendía mirándolo mientras estaba allí sentado perdido en sus pensamientos. Jamás rompí esa magia. Verla allí, abandonada, tapada, olvidada… Me decidí a devolverla a la vida dándole una capa de barniz.

Mientras lo hacía he empezado a pensar. Y me he arrepentido de no haberle preguntado a mi abuelo nunca qué pasaba por su mente cuando se sentaba en ella. Pero cerrando los ojos cambiar el pasado es sencillo.

– ¿Iaio, en qué piensas?

Él sonríe. Esa sonrisa que sube hasta hacer brillar sus ojos. La que se contagia. La sincera. La sonrisa más bonita de todas. Y yo me siento en el suelo, como hace casi veinte años.

– Cuando tienes mis años, princesa, poco piensas y más recuerdas. Verás. Cuando seas vieja, te sentarás en tu propia mecedora y observarás tus manos apoyadas en el reposabrazos. Y te acordarás de todas las veces que se alzaban cuando escuchabas esa canción. Te acordarás de las veces que esas mismas manos descansaron sobre las suyas. Recordarás que han escrito y leído en un mapa de piel. Que abrazaron a un bebé en sus primeros instantes de vida. Que acariciaron su cara. Y si alguien te pregunta por pasión, les enseñarás tus manos, porque nadie mejor que ellas la conocerán. Te recordarán cada golpe, cada cigarrillo, cada copa que te heló los dedos. Te recordarán cada vez que se apretaron con fuerza tus rodillas, porque él acababa de entrar y temblaban como locas.

Y entonces pasarás a los pies. Tus pies estarán cansados pero en ellos verás cada paseo por la playa, cada mañana caminando hasta el trabajo. Cada baile. Pero sobre todo, ese baile. Verás cada acelerón porque no llegabas. Cada frenazo porque no estabas preparada para llegar. Volverás a sentir lo que sentías cuando le dabas patadas a un balón en el patio del colegio.

Algún día te sentarás en tu propia mecedora y recordarás tu vida. Harás balance de lo que has vivido balanceándote. Así que, princesa, vive. No vuelvas a decir ‘mañana lo haré’ porque cuando seas mayor y estés vieja ese ‘mañana lo haré’ te pesará. Haz lo que tienes que hacer. Hasta eso que llevas meses esperando. Persigue tus sueños. No unos cualquiera. Los que te quitan el sueño, así al menos contarás que querías alcanzarlos.

Y dile, de una vez por todas a ese chico que no se entera de nada, que tu vida es más gris desde hace un tiempo. El mismo tiempo que ha estado lejos de ti. Porque con un poco de suerte, aun puedes hacer que tus manos descansen sobre las suyas cuando os sentéis en la mecedora. Atrévete a hacer lo que nadie haría porque entonces ya no te importará  lo que los demás hubieran pensado. No seas tardona en tragarte tu orgullo, no vale la pena. Diles a todos a los que quieres que les quieres. Haz la maleta y vete a la China o con los negritos del África o al Machu Pichu ese. O a los tres sitios.

Haz que tus manos y pies cuenten tu vida. Porque un día serás vieja y estarás ahí sentada y todo lo que hayas hecho nadie podrá arrebatártelo. Puede que lo hayas compartido con alguien o no. Que ese alguien se siente a tu lado o no. Que ese alguien se estremezca con otra de tus caricias o no. Pero tendrás algo que contar. Habrás vivido.

… Sí. Así era mi abuelo y eso es lo que me diría. Me diría que la mecedora necesita un poco más de barniz y que la vida es hermosa, palpita por mis venas, y quiere escribir mi historia.

Me separo un poco y observo mi trabajo. Ha quedado bien: las dos hemos conseguido despertar de nuevo a la vida.  Recojo pinceles, tapo botes de pintura y la dejo secar en el centro de la buhardilla, un espacio privilegiado. Y los recuerdos en forma de virutas de madera me los llevo también  para no olvidarme de que la vida es hermosa, palpita y quiere escribir… Y para que mi abuela no se entere, claro.

Disculpad. Creo que debería ir a…

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